Mucha gente decía que mi sonrisa brillaba más que
Sol, otros que mis ojos eran dos estrellas. En las revistas de moda alababan mi
cuerpo, mi rostro, mis ojos claros, mis poses, mis expresiones…
Siempre que pasaba junto a un quisco rehuía la
mirada cuando me veía en la portada de alguna revista de moda de éxito. Cuando
salía a la calle acostumbraba a llevar unas gafas de sol enormes, aunque estuviese
nublado, y un gorro de media copa con el que tapaba mi larga melena de fuego.
Toda precaución era escasa con tal de evitar que me reconocieran.
Hacía más de un año desde que un célebre fotógrafo
galo conocido bajo el seudónimo de Sebastien Benoit me había descubierto. Fue
una suerte. En ese momento las peleas de mis padres eran día sí día no, y yo me
veía obligada a compartir con ellos un techo derrumbado en el que una familia
de pega se tiraba los trastos a la cabeza entre chillidos, insultos y demás.
Yo, que los quería y odiaba con igual intensidad, me di cuenta de que no podría
convivir ni depender de ellos porque tanto mi salud mental como mis principios
me lo impedían.
Fue entonces cuando acudí a un casting en el que buscaban a una chica joven de buen ver para
convertirla en la nueva representante de su exitosa firma, de la que planeaban
sacar una nueva colección de moda juvenil. En cuanto puse un pie en el plató
donde tenía lugar el casting y el joven
fotógrafo Sebastien Benoit me vio, se puso a mis pies, por así decirlo, y casi
me suplicó que fuera su musa. Acepté sin dudarlo.
Mi padre se marchó a vivir a Londres. Mi madre se
mudó a París. Como yo no quería irme con ninguno de los dos pero necesitaba salir
de Heidelberg
(Alemania), la ciudad que me vio nacer, decidí dejarlo todo y
mudarme a Masélud, donde comenzaría una vida nueva completamente independiente
de mis padres.
Para entonces, ya había forjado sobre mi rostro la máscara
de fingida seguridad en mí misma y prepotencia. En el fondo era una chica
tímida, reservada, miedosa e insegura. Pero como instinto de supervivencia proyecté
a mi alrededor un mundo donde yo era la reina, y me cernía a mi papel de reina
delante de los demás, mientras que en casa, a solas, me derrumbaba sobre los
escombros de mi castillo.
Mi vida estaba perfectamente erigida sobre arenas
movedizas que yo me esforzaba en creer que eran más seguras que el más duro
cemento. Pero, tan frágil y susceptible como era yo, con solo una palabra, aquel
chico rubio consiguió sacar mi verdadera personalidad a flote y, por primera
vez en meses, sentí algo: odio. Odio hacia mis padres y odio hace él, el muchacho
que había conseguido despertarme de mi letargo dentro de mí misma.
En aquel entonces creía que lo tenía todo y en el
fondo no tenía nada. Creía que el mundo estaba bajo mis pies y bajo mis pies
solo tenía la sombra de mi inconsciencia pisoteándose a sí misma una y otra
vez.
Escuché el rugido del BMV de Sebastien perderse en
la distancia. Estaba sola, completamente sola… Como siempre. Cientos de
lágrimas bañaban mi rostro. ¿Por qué todo el mundo me abandonaba? ¿Por qué
nadie me quería? ¿Qué era esa cosa que tenía yo y solo yo, que los demás veían
en mí y les llevaba a odiarme y a dejarme sola?
Poco después de cumplir los cinco años, empezaron
las peleas en casa. Mi padre había conseguido un ascenso en su trabajo y nos vimos
obligados a mudarnos de ciudad en ciudad cada dos por tres. Lo odiaba. Cuando
por fin conocía a alguien que me gustara de verdad, alguien a quien llamar
amigo, tenía que mudarme y perdía lo poco que había conseguido en ese lugar.
Papá y mamá discutían sin parar. Mamá le reprochaba
que nunca estaba en casa, que ya ni la tocaba en la cama, que seguro que tenía
una amante. Papá, por su lado, le echaba en cara a ella que siempre que llegaba
a casa su esposa estaba bebida. Era cierto. Mamá bebía desde la mañana hasta la
noche sin parar.
Un tiempo después, mamá empezó a cambiar de actitud.
Consiguió un buen trabajo y se pasaba los días fuera de casa. Yo siempre estaba
sola. Tuve que aprender a cuidar de mí misma a una edad tan temprana que ya ni
la recuerdo. Me hacía la comida, limpiaba la casa, hacía la colada, me bañaba,
preparaba la comida para el almuerzo del día siguiente…
Las discusiones eran cada vez más frecuentes, los
insultos más graves, los chillidos más altos. Algunas noches huía de casa y me
refugiaba en el hueco de un árbol roto. Y, como siempre, lloraba.
Crecí entre peleas y reproches, sintiéndome culpable
de cada uno de los insultos que mis padres se regalaban. Estaba sola y desatendida,
falta de cariño y afecto. Pero aprendí a fingir las sonrisas, a poner distancia
entre los demás y yo, a cuidar de mí misma, a derrumbarme en la soledad y
hacerme la fuerte delante de los demás.
Cuando cumplí los 13 años, mis padres se separaron y
se fueron de casa. Yo me quedé sola en aquella gigantesca mansión de Heidelberg
en la que hacía años había sido feliz y me había considerado la niña más
dichosa del mundo por tener unos padres que tanto me querían.
Poco después de firmar los papeles del divorcio, mis
padres también se separaron definitivamente de mí. Hacía tan solo unos días que
había decidido abandonar la casa de Heidelberg y mudarme a una casita en una
pequeña ciudad llamada Masélud.
Tenía 15 años y estaba sola. Mis padres a duras
penas me llamaban por teléfono una vez al mes durante unos dos o tres minutos
como mucho. Me sentía abandonada y perdida. Y ahora, mi madre había conocido a
otro hombre, iba a casarse con él y tendrían un bebé. Ni siquiera se le había
ocurrido llamarme para contarme los recientes acontecimientos en su vida. Yo no
era lo suficientemente importante para ella como para que me tuviera en cuenta.
Mi madre pronto tendría una nueva familia. ¿Por qué
yo no pude tener la mía? ¿Por qué mis padres me abandonaron y ahora mi madre
iba a tener un bebé? Un bebé al que le daría el cariño que nunca pudo darme a
mí.
Casi sin darme cuenta, me pasé días y días tirada en
la cama, sin contestar al teléfono o acudir a la llamada de la puerta, ni
siquiera comí ni me bañé. Me sentía tan mal que era incapaz de reaccionar. De
pronto, escuché el timbre. Como los días anteriores iba haciendo, ignoré la
llamada. Otra vez llamaron al timbre. Y otra. Y otra. Y otra. Empecé a
enfurecerme. Me levanté de la cama y me precipité escaleras abajo. Abrí la
puerta con ímpetu, furiosa, ansiosa por descubrir quién era la persona que se
había atrevido a interrumpir mi letargo.
Entonces lo vi. Tenía en la mirada esa expresión de serenidad
e indiferencia tan características de él. Su pelo rubio. Su nariz pequeña.
Hasta entonces no me había fijado en que Abel era un chico verdaderamente
guapo. De repente, me descubrí reflejada en sus ojos azules. Parecía triste,
cansada y consumida. Como por instinto, sonreí y aparenté tranquilidad.
-Abel, ¡qué sorpresa! –dije-. ¿Qué estás haciendo tú
aquí?
El muchacho me miró un instante sin decir una
palabra. Su mirada era impenetrable. Podía sentir cómo atravesaba mi piel y
leía en lo más profundo de mi alma. Tuve miedo. Miedo de que alguien como él
fuera capaz de leer mi alma con solo mirarme un instante.
-Estoy aquí porque estos días tú no has estado donde
deberías estar-respondió-. Has faltado mucho a clase. ¿Estás enferma? Tienes
mala cara.
¿Mala cara?, pensé. Yo no podía tener mala cara. Me
miré en un espejo que había en el pasillo. Mi aspecto era horrible. Tenía unas
enormes ojeras, el maquillaje se me había corrido y me había pintarraqueado
toda la cara, mi piel estaba pálida y mis ojos sin vida.
-¿Tienes fiebre o algo?-preguntó Abel, poniendo su
mano sobre mi frente.
El corazón se me aceleró. ¿Por qué me sentía así?
Tal vez fuera que nunca nadie se había preocupado por mí, por si me sentía bien
o estaba enferma, y por primera vez en la vida, un muchacho prácticamente desconocido
se preocupó por mí. Su mano… era tan cálida… Estuve a punto de echarme a
llorar, pero antes de eso, me retiré.
-No, no tengo fiebre-dije-. Estoy bien.
-Llevas días sin ir a clase.
-Sí… Es que no me encontraba muy bien… Pero ya estoy
mejor… Dime, ¿a qué has venido?
-La tutora me ha mandado, como delegado de clase, a
traerte todos los deberes que debes hacer, más los apuntes de estos días que
has faltado. Tenemos un examen la semana que viene.
-Muchas gracias por todo. Haré los deberes, copiaré
los apuntes y mañana iré a clase.
Abel volvió a mirarme a los ojos con aquella
expresión serena que a mí me ponía tan nerviosa, y de nuevo me dio la sensación
de que leía mis pensamientos y adivinaba lo mal que me encontraba.
-Está bien-dijo-. Espero que no faltes más a clase.
Mañana nos vemos-dijo, saliendo por la puerta.
Entonces vi que estaba lloviendo.
-Sí, claro. Hasta mañana.
Cerré la puerta y caí de rodillas al suelo. Me tapé la cara con ambas manos
y me sumergí de nuevo en mi llanto. Afuera seguía lloviendo. Un primer trueno retumbó
en el cielo con un eco azulado. Me gustaban los días de tormenta porque cuando
lloraba a gritos limpios, como una niña pequeña, los truenos ensordecían mis
alaridos y me acompañaban en mi desdicha.
Estaba tan absorta en mi desconsuelo que no me di cuenta de que no había
cerrado bien la puerta, ni escuché cómo él la abría a mi espalda, ni como me
miraba desde allí, de pie, ni sus pasos sobre la madera mientras se acercaba a
mí…
—Eleonor —dijo con voz queda.
Volví la cabeza. Su rostro permanecía sereno, calmado. Su mirada suave,
intensa. Mi cara estaba cubierta de lágrimas. Me quedé petrificada. Era como si
el tiempo se hubiese detenido. Odiaba que me viesen llorar y él, precisamente
él, me había descubierto rota de dolor.
De pronto, él se agachó frente a mí, me miró a los ojos y me abrazó. Cuando
me vi rodeada de sus brazos, notando su corazón latir velozmente, no pude
evitar aferrarme a él y comenzar a llorar de nuevo más desconsoladamente que
nunca, con más pena, con más sentimiento.
No me dijo nada porque no hacía falta. El lenguaje de la tristeza son las
lágrimas, no las palabras, y él conocía tan bien como yo ese lenguaje. Se
limitó a acompañarme en mi soledad, a abrazarme fuerte, a secar mis lágrimas
con su camiseta…
No podría decir a ciencia cierta cuánto tiempo había pasado cuando
desperté. Estaba echada en la cama. El reloj de mi mesita de noche daba las
siete de la mañana. Él ya no estaba allí. Lo busqué por toda la casa pero no lo
encontré: se había marchado. Lo último que recordaba era haber cerrado los
ojos, con la cabeza recostada en su pecho, y despertarme sola en la cama.
Descorrí las cortinas de la ventana de mi habitación. Pequeños charcos de
agua se descansaban sobre el asfalto de la calle y unos pájaros aprovechaban
para beber de ellos. Eso era lo único que quedaba de la lluvia del día
anterior. En el cielo el Sol relucía, intenso.
Me dirigí al cuarto de baño. Me desvestí y observe mi reflejo en el espejo.
Mi cuerpo desnudo parecía más vulnerable que nunca. Intuía que algo en mi
interior había cambiado, aunque mi exterior fuese el mismo. Suspiré y me metí
en la bañera. Me di un largo baño intentando no pensar en nada.
Cuando salí del cuarto de baño, entré en mi dormitorio, me vestí con el
uniforme del instituto y fui a clase. Él no apareció por clase en toda la
mañana.
Pasé un fin de semana terrible. Apenas comí ni
dormí. Estudiaba para distraer la mente y salí a dar un par de vueltas por la
ciudad. De vez en cuando, sentía un cosquilleo recorrer mi cuerpo, el rubor
subía a mis mejillas y me estremecía. ¿Por qué no podía quitarme a aquel chico
rubio de la cabeza? Apenas si lo había visto dos veces… y me había demostrado
mucho más de lo que otros muchos me demostraron en años… En aquel abrazo me
sentí tan bien… Me sentí comprendida, querida, escuchada, consolada… Su cuerpo
era cálido y su olor dulce… A veces me sorprendía embobada en aquella pulcra
caligrafía de sus apuntes. Las libretas olían a él. Moví varias veces la cabeza
para deshacerme de mis pensamientos. Yo no podía estar sintiendo todo aquello.
Por fin llegó el lunes. Acudí a clase con ansia. Y,
de pronto, en la entrada, estaba él. Sonreí sin darme cuenta y eché a correr
para alcanzarlo, darle las gracias por todo y devolverle sus apuntes. Entonces
la vi. Una chica mu guapa iba agarrada de su brazo. Ella lo miró y él… parecía
tan distinto… Su expresión no era indiferente como siempre… Era de cariño, de
felicidad…
El corazón me dio un vuelco. Observé a la chica.
Debía tener más o menos mi edad. Su larga melena castaña era brillante y
sedosa. Tenía los ojos claros pero diferentes a los míos. De repente, la chica
abrazó a Abel y él la correspondió. El mundo se calló a mis pies. Sentí unas
ganas terribles de echar a correr, de desaparecer. Tragué saliva. ¿Quién era
aquella chica? ¿Acaso sería la novia de Abel? ¿Por qué… me dolía tanto pensar
algo así?
Hola!! me gusta mucho tu blog,de hecho, me voy a suscribir^^
ResponderEliminarqué tal si te pasas por el mío y también te suscribes??
Muchas gracias y sigue escribiendo! :)
y dime qué opinas del mío
http://odaaunosojosazules.blogspot.com.es/
Gracias, me pasaré! ^^
EliminarEsta genial! Pero todavia no has subido mas? :(
ResponderEliminarBesos <3