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domingo, 21 de octubre de 2012

Capítulo 3: Humildad



Mucha gente decía que mi sonrisa brillaba más que Sol, otros que mis ojos eran dos estrellas. En las revistas de moda alababan mi cuerpo, mi rostro, mis ojos claros, mis poses, mis expresiones…
Siempre que pasaba junto a un quisco rehuía la mirada cuando me veía en la portada de alguna revista de moda de éxito. Cuando salía a la calle acostumbraba a llevar unas gafas de sol enormes, aunque estuviese nublado, y un gorro de media copa con el que tapaba mi larga melena de fuego. Toda precaución era escasa con tal de evitar que me reconocieran.
Hacía más de un año desde que un célebre fotógrafo galo conocido bajo el seudónimo de Sebastien Benoit me había descubierto. Fue una suerte. En ese momento las peleas de mis padres eran día sí día no, y yo me veía obligada a compartir con ellos un techo derrumbado en el que una familia de pega se tiraba los trastos a la cabeza entre chillidos, insultos y demás. Yo, que los quería y odiaba con igual intensidad, me di cuenta de que no podría convivir ni depender de ellos porque tanto mi salud mental como mis principios me lo impedían.
Fue entonces cuando acudí a un casting en el que buscaban a una chica joven de buen ver para convertirla en la nueva representante de su exitosa firma, de la que planeaban sacar una nueva colección de moda juvenil. En cuanto puse un pie en el plató donde tenía lugar el casting y el joven fotógrafo Sebastien Benoit me vio, se puso a mis pies, por así decirlo, y casi me suplicó que fuera su musa. Acepté sin dudarlo.
Mi padre se marchó a vivir a Londres. Mi madre se mudó a París. Como yo no quería irme con ninguno de los dos pero necesitaba salir de Heidelberg (Alemania), la ciudad que me vio nacer, decidí dejarlo todo y mudarme a Masélud, donde comenzaría una vida nueva completamente independiente de mis padres.
Para entonces, ya había forjado sobre mi rostro la máscara de fingida seguridad en mí misma y prepotencia. En el fondo era una chica tímida, reservada, miedosa e insegura. Pero como instinto de supervivencia proyecté a mi alrededor un mundo donde yo era la reina, y me cernía a mi papel de reina delante de los demás, mientras que en casa, a solas, me derrumbaba sobre los escombros de mi castillo.
Mi vida estaba perfectamente erigida sobre arenas movedizas que yo me esforzaba en creer que eran más seguras que el más duro cemento. Pero, tan frágil y susceptible como era yo, con solo una palabra, aquel chico rubio consiguió sacar mi verdadera personalidad a flote y, por primera vez en meses, sentí algo: odio. Odio hacia mis padres y odio hace él, el muchacho que había conseguido despertarme de mi letargo dentro de mí misma.
En aquel entonces creía que lo tenía todo y en el fondo no tenía nada. Creía que el mundo estaba bajo mis pies y bajo mis pies solo tenía la sombra de mi inconsciencia pisoteándose a sí misma una y otra vez.
Escuché el rugido del BMV de Sebastien perderse en la distancia. Estaba sola, completamente sola… Como siempre. Cientos de lágrimas bañaban mi rostro. ¿Por qué todo el mundo me abandonaba? ¿Por qué nadie me quería? ¿Qué era esa cosa que tenía yo y solo yo, que los demás veían en mí y les llevaba a odiarme y a dejarme sola?
Poco después de cumplir los cinco años, empezaron las peleas en casa. Mi padre había conseguido un ascenso en su trabajo y nos vimos obligados a mudarnos de ciudad en ciudad cada dos por tres. Lo odiaba. Cuando por fin conocía a alguien que me gustara de verdad, alguien a quien llamar amigo, tenía que mudarme y perdía lo poco que había conseguido en ese lugar.
Papá y mamá discutían sin parar. Mamá le reprochaba que nunca estaba en casa, que ya ni la tocaba en la cama, que seguro que tenía una amante. Papá, por su lado, le echaba en cara a ella que siempre que llegaba a casa su esposa estaba bebida. Era cierto. Mamá bebía desde la mañana hasta la noche sin parar.
Un tiempo después, mamá empezó a cambiar de actitud. Consiguió un buen trabajo y se pasaba los días fuera de casa. Yo siempre estaba sola. Tuve que aprender a cuidar de mí misma a una edad tan temprana que ya ni la recuerdo. Me hacía la comida, limpiaba la casa, hacía la colada, me bañaba, preparaba la comida para el almuerzo del día siguiente…
Las discusiones eran cada vez más frecuentes, los insultos más graves, los chillidos más altos. Algunas noches huía de casa y me refugiaba en el hueco de un árbol roto. Y, como siempre, lloraba.
Crecí entre peleas y reproches, sintiéndome culpable de cada uno de los insultos que mis padres se regalaban. Estaba sola y desatendida, falta de cariño y afecto. Pero aprendí a fingir las sonrisas, a poner distancia entre los demás y yo, a cuidar de mí misma, a derrumbarme en la soledad y hacerme la fuerte delante de los demás.
Cuando cumplí los 13 años, mis padres se separaron y se fueron de casa. Yo me quedé sola en aquella gigantesca mansión de Heidelberg en la que hacía años había sido feliz y me había considerado la niña más dichosa del mundo por tener unos padres que tanto me querían.
Poco después de firmar los papeles del divorcio, mis padres también se separaron definitivamente de mí. Hacía tan solo unos días que había decidido abandonar la casa de Heidelberg y mudarme a una casita en una pequeña ciudad llamada Masélud.
Tenía 15 años y estaba sola. Mis padres a duras penas me llamaban por teléfono una vez al mes durante unos dos o tres minutos como mucho. Me sentía abandonada y perdida. Y ahora, mi madre había conocido a otro hombre, iba a casarse con él y tendrían un bebé. Ni siquiera se le había ocurrido llamarme para contarme los recientes acontecimientos en su vida. Yo no era lo suficientemente importante para ella como para que me tuviera en cuenta.
Mi madre pronto tendría una nueva familia. ¿Por qué yo no pude tener la mía? ¿Por qué mis padres me abandonaron y ahora mi madre iba a tener un bebé? Un bebé al que le daría el cariño que nunca pudo darme a mí.

Casi sin darme cuenta, me pasé días y días tirada en la cama, sin contestar al teléfono o acudir a la llamada de la puerta, ni siquiera comí ni me bañé. Me sentía tan mal que era incapaz de reaccionar. De pronto, escuché el timbre. Como los días anteriores iba haciendo, ignoré la llamada. Otra vez llamaron al timbre. Y otra. Y otra. Y otra. Empecé a enfurecerme. Me levanté de la cama y me precipité escaleras abajo. Abrí la puerta con ímpetu, furiosa, ansiosa por descubrir quién era la persona que se había atrevido a interrumpir mi letargo.
Entonces lo vi. Tenía en la mirada esa expresión de serenidad e indiferencia tan características de él. Su pelo rubio. Su nariz pequeña. Hasta entonces no me había fijado en que Abel era un chico verdaderamente guapo. De repente, me descubrí reflejada en sus ojos azules. Parecía triste, cansada y consumida. Como por instinto, sonreí y aparenté tranquilidad.
-Abel, ¡qué sorpresa! –dije-. ¿Qué estás haciendo tú aquí?
El muchacho me miró un instante sin decir una palabra. Su mirada era impenetrable. Podía sentir cómo atravesaba mi piel y leía en lo más profundo de mi alma. Tuve miedo. Miedo de que alguien como él fuera capaz de leer mi alma con solo mirarme un instante.
-Estoy aquí porque estos días tú no has estado donde deberías estar-respondió-. Has faltado mucho a clase. ¿Estás enferma? Tienes mala cara.
¿Mala cara?, pensé. Yo no podía tener mala cara. Me miré en un espejo que había en el pasillo. Mi aspecto era horrible. Tenía unas enormes ojeras, el maquillaje se me había corrido y me había pintarraqueado toda la cara, mi piel estaba pálida y mis ojos sin vida.
-¿Tienes fiebre o algo?-preguntó Abel, poniendo su mano sobre mi frente.
El corazón se me aceleró. ¿Por qué me sentía así? Tal vez fuera que nunca nadie se había preocupado por mí, por si me sentía bien o estaba enferma, y por primera vez en la vida, un muchacho prácticamente desconocido se preocupó por mí. Su mano… era tan cálida… Estuve a punto de echarme a llorar, pero antes de eso, me retiré.
-No, no tengo fiebre-dije-. Estoy bien.
-Llevas días sin ir a clase.
-Sí… Es que no me encontraba muy bien… Pero ya estoy mejor… Dime, ¿a qué has venido?
-La tutora me ha mandado, como delegado de clase, a traerte todos los deberes que debes hacer, más los apuntes de estos días que has faltado. Tenemos un examen la semana que viene.
-Muchas gracias por todo. Haré los deberes, copiaré los apuntes y mañana iré a clase.
Abel volvió a mirarme a los ojos con aquella expresión serena que a mí me ponía tan nerviosa, y de nuevo me dio la sensación de que leía mis pensamientos y adivinaba lo mal que me encontraba.
-Está bien-dijo-. Espero que no faltes más a clase. Mañana nos vemos-dijo, saliendo por la puerta.
Entonces vi que estaba lloviendo.
-Sí, claro. Hasta mañana.
Cerré la puerta y caí de rodillas al suelo. Me tapé la cara con ambas manos y me sumergí de nuevo en mi llanto. Afuera seguía lloviendo. Un primer trueno retumbó en el cielo con un eco azulado. Me gustaban los días de tormenta porque cuando lloraba a gritos limpios, como una niña pequeña, los truenos ensordecían mis alaridos y me acompañaban en mi desdicha.
Estaba tan absorta en mi desconsuelo que no me di cuenta de que no había cerrado bien la puerta, ni escuché cómo él la abría a mi espalda, ni como me miraba desde allí, de pie, ni sus pasos sobre la madera mientras se acercaba a mí…
—Eleonor —dijo con voz queda.
Volví la cabeza. Su rostro permanecía sereno, calmado. Su mirada suave, intensa. Mi cara estaba cubierta de lágrimas. Me quedé petrificada. Era como si el tiempo se hubiese detenido. Odiaba que me viesen llorar y él, precisamente él, me había descubierto rota de dolor.
De pronto, él se agachó frente a mí, me miró a los ojos y me abrazó. Cuando me vi rodeada de sus brazos, notando su corazón latir velozmente, no pude evitar aferrarme a él y comenzar a llorar de nuevo más desconsoladamente que nunca, con más pena, con más sentimiento.
No me dijo nada porque no hacía falta. El lenguaje de la tristeza son las lágrimas, no las palabras, y él conocía tan bien como yo ese lenguaje. Se limitó a acompañarme en mi soledad, a abrazarme fuerte, a secar mis lágrimas con su camiseta…
No podría decir a ciencia cierta cuánto tiempo había pasado cuando desperté. Estaba echada en la cama. El reloj de mi mesita de noche daba las siete de la mañana. Él ya no estaba allí. Lo busqué por toda la casa pero no lo encontré: se había marchado. Lo último que recordaba era haber cerrado los ojos, con la cabeza recostada en su pecho, y despertarme sola en la cama.
Descorrí las cortinas de la ventana de mi habitación. Pequeños charcos de agua se descansaban sobre el asfalto de la calle y unos pájaros aprovechaban para beber de ellos. Eso era lo único que quedaba de la lluvia del día anterior. En el cielo el Sol relucía, intenso.
Me dirigí al cuarto de baño. Me desvestí y observe mi reflejo en el espejo. Mi cuerpo desnudo parecía más vulnerable que nunca. Intuía que algo en mi interior había cambiado, aunque mi exterior fuese el mismo. Suspiré y me metí en la bañera. Me di un largo baño intentando no pensar en nada.
Cuando salí del cuarto de baño, entré en mi dormitorio, me vestí con el uniforme del instituto y fui a clase. Él no apareció por clase en toda la mañana.

Pasé un fin de semana terrible. Apenas comí ni dormí. Estudiaba para distraer la mente y salí a dar un par de vueltas por la ciudad. De vez en cuando, sentía un cosquilleo recorrer mi cuerpo, el rubor subía a mis mejillas y me estremecía. ¿Por qué no podía quitarme a aquel chico rubio de la cabeza? Apenas si lo había visto dos veces… y me había demostrado mucho más de lo que otros muchos me demostraron en años… En aquel abrazo me sentí tan bien… Me sentí comprendida, querida, escuchada, consolada… Su cuerpo era cálido y su olor dulce… A veces me sorprendía embobada en aquella pulcra caligrafía de sus apuntes. Las libretas olían a él. Moví varias veces la cabeza para deshacerme de mis pensamientos. Yo no podía estar sintiendo todo aquello.
Por fin llegó el lunes. Acudí a clase con ansia. Y, de pronto, en la entrada, estaba él. Sonreí sin darme cuenta y eché a correr para alcanzarlo, darle las gracias por todo y devolverle sus apuntes. Entonces la vi. Una chica mu guapa iba agarrada de su brazo. Ella lo miró y él… parecía tan distinto… Su expresión no era indiferente como siempre… Era de cariño, de felicidad…
El corazón me dio un vuelco. Observé a la chica. Debía tener más o menos mi edad. Su larga melena castaña era brillante y sedosa. Tenía los ojos claros pero diferentes a los míos. De repente, la chica abrazó a Abel y él la correspondió. El mundo se calló a mis pies. Sentí unas ganas terribles de echar a correr, de desaparecer. Tragué saliva. ¿Quién era aquella chica? ¿Acaso sería la novia de Abel? ¿Por qué… me dolía tanto pensar algo así?

sábado, 20 de octubre de 2012

Capítulo 2: Pretensión



Encontré a Sebastien apoyado en el capó de su BMV negro. Me estaba esperando a la salida del instituto.
—Sebastien —dije, contenta de ver una cara amiga, y corrí hacia él.
El aludido me sonrió y se deshizo de las gafas de sol.
—Te he dicho un millón de veces que me llames Julien —dijo.
Julien Benoit era el verdadero nombre del mundialmente célebre fotógrafo conocido bajo el pseudónimo de Sebastien Benoit. Era un hombre alto, guapo, misterioso, sofisticado y amable. Rondaba los 27 años, aunque parecía mucho más joven, y era hijo de una actriz de teatro y un literato.
—¿Quién es ese? —preguntó Sebastien mirando a Abel, que venía detrás de mí—. ¿Es tu nuevo noviete?
Me enfurecí.
—¿Pero de qué hablas? —dije—. ¡Yo jamás estaría con un chico así!
Sebastién sonrió y me acarició la cabeza. Era un gesto habitual en él que subrayaba la confianza y el cariño que me profesara. A veces, cuando el fotógrafo me acariciaba la cabeza de aquella forma me sentía como una niña pequeña o un perrito faldero. Supongo que, de alguna manera, a veces era una especie de perrito faldero para Julien. Siempre que tenía algún problema recurría a él, quien me escuchaba en silencio y me abrazaba cuando lo necesitaba. En realidad, me sentía afortunada de tener a una persona como él en mi vida.
—Hasta mañana —se despidió Abel al pasar por mi lado.
—Hasta mañana—concedí con una falsa sonrisa.
En cuanto se dio la vuelta, le hice muecas y burlas. Abel se volvió y me descubrió. Me quedé petrificada y me sonrojé. Abel se encogió de hombros y se marchó sin decir una palabra. Me sentí la persona más estúpida e infantil del mundo.
Sebastién se rió de mí.
—Mira que te pones fea cuando haces esas cosas—sentenció—. Voy a tener que quitarte esa mala costumbre de hacerle burlas a los que te caen mal.
Le hice burlas a él.
—Vamos, para —dijo, riéndose.
—No pararé.
—Pues te haré cosquillas.
Se acercó a mí y empezó a hacerme cosquillas.
—¡Para, para! ¡Ya lo dejo!
Le miré y le sonreí.
—Así me gusta, princesita —dijo, acariciándome la cabeza.
Sebastien había cogido la costumbre de nombrarme princesita, excepto cuando estaba enfadado, que me llamaba por mi nombre. Él era la persona más cercana a mí, al único en el mundo a quien podía considerar como parte de mi familia. Desde que me descubrió como modelo, siempre había estado a mi lado, tanto en los momentos malos como en los buenos. Yo, que era de naturaleza reservada, no tardé mucho en entregarle mi total confianza. Era una de las únicas personas del mundo que me había visto llorar y perderme en mis sentimientos. Era la única persona del mundo que conocía quién era yo realmente, y me aceptaba y me quería tal y como era.
—Sube al coche —me ofreció Sebastien, abriéndome la puerta del copiloto—. No has comido, ¿verdad? Te llevaré a un buen restaurante y después a tu casa. ¿Qué te parece?
—¿Invistas tú?
—Claro.
—Entonces me apunto —dije, y le sonreí.
—¿Nadie te ha dicho que tienes la cara muy dura?
—No, pero sí que la tengo muy bonita —dije, sentada ya en el coche.
Fuimos a un lujoso restaurante. Sebastien pidió una mesa alejada de la entrada para que pudiésemos tener intimidad.
—Julien, estás muy serio, ¿sucede algo?
Mi amigo me miró a los ojos y negó con la cabeza. Alegó que había estado toda la noche trabajando y que estaba cansado.
—¿Seguro que es eso? —pregunté, guiñándole un ojo—. ¿Seguro que no has tenido una noche de pasión con alguna novieta?
—Ya sabes que a mí esas cosas no me van.
—Ah, a verdad. ¿Eres gay, no es cierto?
—¿Tú no tienes vergüenza?
—La justa.
—Pues eso, ninguna.
—¿No me vas a responder?
—No merece la pena.
Le hice burlas y no le di más vueltas al asunto.
Durante el almuerzo, Sebastien me habló de una nueva línea de ropa interior femenina que Chasiel pensaba poner a la venta en breve y, cómo no, yo fui la elegida como modelo principal.
Después de comer, el fotógrafo me llevó a casa. Me abrió la puerta del coche para que saliera y me acompañó hasta la entrada de casa. Le di las gracias por la invitación. Entonces me di cuenta de que tenía la mirada pedida en ninguna parte.
—Eleonor —dijo—. Tengo algo que decirte.
—¿Qué pasa? —pregunté, asustada.
El fotógrafo vaciló. Tras un instante, suspiró y añadió:
—Tu madre está embarazada de seis meses y el mes que viene contraerá matrimonio con el padre del bebé.
Me estremecí. De pronto, el mundo desapareció a mi alrededor. Escombros de esperanza se derrumbaron en mi conciencia.
—Eleonor, ¿estás bien?
—Sí —acerté a decir—. Estoy cansada y mañana tengo que levantarme temprano para ir a clase. Voy a entrar en casa, me daré una ducha y dormiré.
—Eleonor…
—¿Quién te lo ha dicho, Julien? ¿Cómo lo sabes?
—Tu madre llamó a su amiga Clarisse para contárselo. Clarisse me lo dijo a mí.
Me quedé callada unos segundos.
—Ni siquiera ha sido capaz de llamarme y decírmelo ella misma… —musité.
—Eleonor…
—Entraré en casa. Mañana nos vemos en la sesión de fotos.
—Eleonor, ¿estás bien? Puedo quedarme contigo esta noche…
—No hace falta —dije, sonriendo—. Estoy perfectamente. Mañana nos vemos.
Cerré la puerta tras de mí y me derrumbé en el suelo. Comencé a llorar.

viernes, 12 de octubre de 2012

Capítulo 1: Soberbia



El cielo estaba blanco como cuando amenaza tormenta. Me miré al espejo. Mi nuevo uniforme me quedaba perfecto. Me había subido la falda para que me quedara más corta y me había metido la camisa por debajo.
Me senté en la cama. Fijé la mirada en la sonrisa que me devolvía el espejo mientras peinaba mi largo cabello rojizo. Sin duda, era perfecta: mi pelo sedoso de fuego, mis ojos tan claros como el cielo, mi nariz ni muy pequeña ni muy grande, mi rostro angelical y armonioso, las medidas perfectas de mi cuerpo… Era la modelo estrella de la firma de ropa francesa Chasiel y era perfecta. Además de preciosa, era simpática, extrovertida, elegante, educada, culta, inteligente, amable… No había ni un solo detalle desastroso en mi físico ni desagradable en mi personalidad. La perfección llevaba mi nombre, Eleonor Langley, como un día dijera un célebre periodista en una exitosa revista de moda.
Era consciente de mi potencial y lo explotaba. Prepotencia a parte, era una muchacha increíble. Millones de chicas de dieciséis años, mi edad, habrían dado lo que fuera por estar en mi pellejo. Era la reina del mundo, la musa de la vida. Los chicos más guapos, incluso modelos y actores, se morían por mí. Pero yo no era una chica fácil. Sabía lo que valía, y no me entregaba con facilidad.
Estaba sumida en estos pensamientos cuando llegué a la escuela. Había hecho el camino andando porque no quería llamar la atención el primer día llegando a clase en mi limusina o en mi Porche. Iba ataviada con unas gafas de sol gigantescas y un gorro que me permitían pasar desapercibida. Si iba al descubierto, la gente me paraba por la calle y me pedían autógrafos, emocionados de haber estado tan cerca de mí que casi habían respirado el mismo aire que yo.
Llegaba un poco tarde a clase, pero no importaba. Era mi primer día. Además, yo era especial, a mí podían pasármelo todo. Cuando llegué a mi nuevo instituto, el IES Erumel, me dirigí de inmediato a la oficina del director, tal y como se me había indicado.
—Buenos días —saludé—. Soy Eleonor Langley. Estoy buscando al director.
—¡Muy buenos días, señorita Langley! —respondió una voz grave—. Está usted ante el director, Armando Izquierdo. Mucho gusto.
—Igualmente —respondí.
Armando Izquierdo era un hombre menudo y rechoncho, que portaba unas gafas minúsculas y un gigantesco bigote cano pasado de época.
—Por favor, señorita Langley, tome asiento —me ofreció, señalando con la mano un sillón situado enfrente de él.
Tras más de diez minutos en los que el director me alabó por mi éxito tanto profesional como estudiantil, minutos en los que me limité a asentir varias veces con la cabeza y sonreír, satisfecha y orgullosa, Armando Izquiero tuvo a bien acompañarme a mi nueva clase.
Me dejó frente a la puerta y se fue a su oficina. Me detuve frente a la puerta un instante, suspiré, alcé la cabeza, y llamé.
—Adelante —escuché una voz femenina.
Abrí la puerta.
—¡Ah, eres tú! Ven aquí, por favor, y preséntate a la clase —me indicó una profesora joven de media melena castaña.
—Sí —dije.
Me coloqué delante de la clase, la pizarra a mi espalda, y me deshice de las gafas de sol y del sombrero. Las reacciones no tardaron. Los alumnos, asombrados, cuchichearon.
—¡Es ella! —dijo uno.
—¡Es Eleonor Langley! —dijo otro.
—¡Es preciosa! —dijo una chica.
—¡Mirad qué pelo tan bonito, y que ojos! ¡Es incluso más guapa en persona! —dijo otra.
Esbocé la más dulce de mis sonrisas.
—Soy Eleonor Langley, vuestra nueva compañera —dije—. ¡Espero que seamos buenos amigos!
El asombro volvió a acoger a la clase. Yo estaba allí, inmersa en la superioridad que descubrían en mí los demás, mirando cada uno de los rostros, adivinando bajo ellos la envidia, el deseo, los nervios, la lujuria, el odio… y todo esos sentimientos los producía yo. Eso me hacía sentir tan superior…
De repente, descubrí a un chico ajeno a mí. Tenía el cabello un poco largo, rubio, y sus ojos azules se perdían en algún lugar afuera del aula. Miraba por la ventana, absorto, como si mi presencia le fuera indiferente. Me irritó. ¿Es que ese chico no sabía alabarme como debía, como los demás? ¿No le resultaba guapa o atractiva? ¿No encendía mi cuerpo en él la más indomable lascivia? ¿No le infundían mis ojos respeto? En definitiva, ¿no sentía atracción alguna por mi persona?
—Puedes sentarte, Eleonor —dijo la profesora, interrumpiendo el hilo de mis pensamientos —. Allí hay un sitio libre.
El pupitre libre estaba en la fila de atrás, a la derecha, del sitio del chico serio e indiferente.
—Abel —llamó la profesora.
El chico rubio la miró con expectación.
—Ya que eres el delegado de clase, te agradecería que fueras el guía de Eleonor durante sus primeros días aquí, al menos hasta que se adapte.
El chico asintió. Ni siquiera me había mirado.
Abel no me miró ni una sola vez en toda la mañana. A la hora del descanso, mis compañeros rodearon mi mesa, acosándome, y él desapareció. Cuando regresó a clase, terminado ya el descanso, impuso respeto y les pidió a sus compañeros que tomasen asiento.
Me pasé media mañana intentando descifrar por qué parecía que mi persona no causaba efecto alguno aquel estúpido chico rubio. Sin darme cuenta, una sensación de soberbia e ira que desconocía o intentaba ocultar en mí, se fue apoderando de mi ser: empezaba a odiar a aquel cretino que me ignoraba.
Cuando terminaron las clases, mis compañeros volvieron a rodearme.
—Chicos, vamos, apartad —dijo alguien—. Por favor, no me hagáis repetirlo. Id a casa ya.
Los alumnos obedecieron y empezaron a salir de la clase.
—Por fin se han ido —dijo el chico rubio, mirándome a los ojos.
Le sonreí con dulzura. Había tardado, pero al fin había caído en mis garras, pensé.
—A veces es una lata ser tan famosa —dije—. Pero me debo a mis fans.
Abel se encogió de hombros, indiferente, como si no le interesara en absoluto lo que estaba diciendo.
—Tengo algo que decirte —dijo.
—Dispara —dije, sonriendo de nuevo.
—Pues hoy tienes que… ¿cómo te llamabas? —preguntó.
Sentí una punzada de odio.
—¿Cómo que cómo me llamo? —dije, altiva—. Eleonor Langley.
—Perdona, es que tengo mala memoria para los nombres.
—¿Pero es que no sabes quién soy?
—Sí. Eres nuestra nueva compañera de clase.
—Vamos, no te hagas el tonto.
—No me estoy haciendo el tonto, sobre todo porque no lo soy. Siento que te hayas sentido ofendida porque he olvidado tu nombre. No es nada personal. No creas que me caes mal o algo. Básicamente porque no te conozco.
—¿En serio no sabes quién soy?—dije, levantándome de de la silla, irritada.
Se encogió de hombros y negó con la cabeza.
—¡Soy Eleonor Langley, la modelo estrella de la exitosa firma Chaisel!
—¿Chaisel? ¿Qué es eso? ¿Se come?
—¿Pero tú en qué mundo vives? ¡Es una marca de ropa de mucho prestigio!
Como estaba tan cabreada, me quise ir.
—Espera,  ¿adónde crees que vas?
—A casa.
—Tienes que limpiar la clase.
—¿Cómo?
—Que tienes que limpiar la clase.
—¿Pero de qué hablas? No voy a limpiar nada.
—Son las normas. Quien llega tarde, limpia.
—Ni hablar. Tengo una sesión de fotos dentro de dos horas.
—Entonces te sugeriría que te dieras prisa en limpiar.
—Oye, ¿con quién te crees que estás hablando?
—¿Con quién te crees que estás hablando tú? Soy el delegado de clase. Yo mando. Tú has llegado tarde, y, como cualquier otro alumno, cumplirás con las consecuencias. Eso te enseñará a no llegar tarde otro día.
Tras una larga discusión, me vi obligada a llamar a mi representante, Sergio López, y avisarle de que, por ciertas circunstancias ajenas a mí, debía anular la entrevista de las cuatro.
Mientras limpiaba la clase, Abel se dedicó a mirar x la ventana, sentado en una silla, con los pies estirados en otra. Según él, me estaba haciendo el favor de acompañarme por ser mi primer día en aquel instituto. Para mí, era una humillación total.